Acratorial programa 16 Marzo 17
Se cumplieron el 11 de marzo seis años de la catástrofe de Fukushima. En abril se cumplirán 31 de Chernóbil. Junto con otros menos conocidos como el de Three Mile Island en EEUU o Goiania en Brasil, forman parte de los accidentes nucleares que podríamos llamar mayores.
Pero de incidentes menores, forma amable de denominar a un accidente de eventuales consecuencias catastróficas, rara vez se habla. Hoy fijaremos el foco en esos eventos menos dañinos.
En total 27 sucesos por encima de nivel 0 se han producido en las nucleares del Estado español. Aprovechemos el aniversario de uno de los más graves hace 9 años. Hablo de la fuga de partículas radiactivas a la atmósfera de la central de Ascó en Tarragona durante de noviembre de 2007 a enero de 2008. Una radiactividad que se llegó a medir en la atmósfera y que envió partículas hasta, al menos, 30 kilómetros de distancia.
La explicación fue un error humano. Algo tan simple como que un bidón contaminado por sustancias radiactivas cayó en una de las piscinas donde se almacenan y un salpicón fue absorbido por el potente sistema de extracción y expulsado al exterior por una chimenea.
Un error humano que en cualquier industria hubiera sido inocuo, pero que fue deliberadamente ocultado por la central hasta que los sistemas de control exteriores detectaron que parte de las partículas radiadas que salpicaron habían volado fuera del perímetro de la instalación y llegado a áreas habitadas.
Hasta el 4 de abril de 2008, casi 6 meses después del escape inicial, no se informó al Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) de la fuga, aunque ya el 14 de marzo se había medido y mucho antes había serias sospechas. El asunto se precipitó tras la denuncia de Greenpeace y la petición de responsabilidades forzó la dimisión del director de la nuclear, que no consideró oportuno informar a los alcaldes de la zona hasta un mes después.
De este accidente, uno de los cuatro más graves del Estado español, se pueden extraer varias conclusiones preocupantes y extrapolables leyendo los informes sobre el mismo.
Para empezar la radiación emitida no fue detectada en la misma central porque las partículas eran demasiado pequeñas, lo que no las hace menos peligrosas.
Tampoco se hizo clara la magnitud del suceso, que se calificó como un incidente menor, hasta que tomo cartas en el asunto el propio CSN que elevó la categoría del accidente por su gravedad. Se movieron informes y se dilató de forma deliberada la gestión de una cuestión tan delicada. Al final se supo que la fuga había sido 100 veces mayor de lo que se dijo en un principio.
Pero en cuanto a opacidad y gestión negligente no era ni mucho menos el primer suceso.
La misma propietaria, la Asociación Ascó-Vandellós, dos años antes había sido obligada a cerrar seis meses la central de Vandellós II por ocultar que una tubería de refrigeración llevaba corroyéndose décadas y no se había informado de ello. Fue un incidente de nivel 2 y el informe lo decía bien claro: se primó la producción por encima de la seguridad.
Junto a esta central estaba el reactor Vandellós I, que sufrió el accidente más grave hasta la fecha, clasificado como tipo 3 en una escala de 7. Un incendio en la zona de turbinas en 1989 que provocó su cierre. Las consecuencias, si la cosa hubiera pasado a mayores, hubieran sido terribles, pues se trata de una instalación próxima a las ciudades de Reus y Tarragona. Medio millón de personas viven en un radio de 50kms de la central. En la actualidad está en desmantelamiento y se ha hecho cargo Enresa.
A propósito de Enresa, empresa pública encargada de gestionar la basura radiactiva, aclarar que es más de lo mismo en torno a las nucleares: los verdaderos problemas los gestiona el Estado y es el dinero público el que cubre cualquier eventual daño catastrófico.
Mucho menos conocido es el vertido de 700 litros de materia líquida radiactiva al Manzanares, en la Junta de Energía Nuclear de Madrid, en pleno Franquismo, en 1970. Un accidente totalmente silenciado y por el que se dispersaron en la naturaleza y los cultivos a orillas del Tajo y Jarama.
Aún hoy en las instalaciones del Ciemat, donde se ubicaba el JEN, hay reiteradas denuncias por el enterramiento que se hizo de sustancias radiadas sobre las que simplemente se echó tierra y se plantaron pinos o se construyeron hasta pistas deportivas.
Volviendo a las centrales, preocupantes han sido durante años las grietas que presenta la cubierta del reactor de Garoña. Ahora que se habla de reabrir esta vetusta instalación no estaría de más recordar el apelativo que le dieron los grupos ecologistas: la central de las mil y una grietas. Un problema que empezó en 1982 y que hasta su cierre persistió sin solucionarse.
Aunque problemas más preocupantes se han detectado en fecha tan reciente como 2016, cuando la central de Almaraz (Cáceres) reconocía que no había suficientes garantías de que las bombas de agua que evitarían un accidente funcionaran correctamente. Nada tranquilizador leer el informe cuando reconoce que llevaban 19 años sin realizar las pertinentes inspecciones periódicas.
De acuerdo, es improbable que se produzca un accidente grave, por encima de 4, con pérdida de vidas humanas y contaminación severa y no reversible a largo plazo. Pero oportunidades ha habido y un simple salpicón de agua contaminada puede liberar partículas radiadas que viajen decenas de kilómetros, como se demostró en el accidente de Ascó que nos ha servido de ejemplo.
Un error humano, una tubería corroída, grietas en la cúpula que contiene la radiación, deficientes inspecciones de las zonas sensibles, un incendio, residuos enterrados como si fueran simple basura. Todos estos casos han sucedido ya. No ha pasado nada especialmente grave o no ha trascendido.
La nuclear sigue aquí y el control de la misma depende de instituciones que a menudo son parte interesada.
Quedaría tratar a fondo la gestión de los residuos nucleares, pero esa será otra historia y no menos inquietante.
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